Entré a la oficina de Sara con paso vacilante. Su escritorio estaba impecable, los amplios ventanales dejaban entrar la luz, y ella, sentada con las piernas cruzadas, parecía tenerlo todo bajo control. Su traje le quedaba ajustado, demasiado corto para una abogada convencional, lo que hacía la escena aún más intimidante.

“Así que has venido a mí en busca de ayuda con tu caso”, dijo, sin mirarme, mientras firmaba unos documentos.

“Asentí, sintiéndome pequeño en su presencia.

“Si quieres mi defensa”, continuó, “tendrás que demostrar que la mereces”.

“Me miró fijamente, con esa mezcla de autoridad y picardía que desarmaba cualquier excusa.”

El primer reto fue mantenerme erguido frente a ella mientras recitaba, sin equivocarme, una lista de artículos del código que apenas recordaba. Cada error me obligaba a empezar de cero. El segundo fue organizar, bajo la presión de su mirada, una pila de archivos que había tirado al suelo con desdén.

“¡Rápido, recluta!” “Si no sabes manejar papeles, ¿cómo esperas que alguien confíe en ti?”, preguntó con tono burlón.

Obedecí, aunque por dentro estaba hirviendo de nervios y con el orgullo herido.

Cuando terminé, ella se levantó y caminó lentamente hacia mí, sonriendo condescendientemente.

“No lo hiciste a la perfección, pero tienes potencial”, dijo, inclinándose lo suficiente para mantener la voz baja entre nosotros. “Me gusta poner a prueba a quienes dicen querer ser libres”.

El juego apenas había comenzado.

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