Sara estaba limpiando su sala cuando oyó que llamaban a la puerta. Al abrirse, encontró a Natacha, su malvada vecina, con una sonrisa pícara y un paquete de toallitas en la mano.

—Vecino… necesito tu ayuda con un pequeño lío —susurró, guiñándome un ojo.

Sara se cruzó de brazos, intrigada. Natacha se acercó descaradamente, se inclinó un poco y reveló el problema: entre las piernas, llevaba un revoltijo húmedo y provocativo.

“¿De verdad me cuentas esto?”, rió Sara, sonrojada y divertida.

Pero Natacha no aceptó un no. Tomó la mano de Sara y la guió, inclinándola. Sara, entre risitas y bufidos, comenzó a limpiarse cuidadosamente las toallitas en el trasero. El ambiente se volvió juguetón: miradas pícaras, sonrisas cómplices y la tensión latente.

Cuando por fin terminó, Natacha se estiró como un gato satisfecho.

“Perfecto, estoy relucientemente limpia… justo como quería”, susurró en su oído antes de mover sus caderas.

Sara cerró la puerta, suspirando divertida y sonrojándose. Limpiar nunca había sido tan travieso.

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